Esperándote

Se me enrosca a tu piel el pensamiento,
la sed de ti me abrasa las entrañas
y el hambre las perfora. Cómo arañas
toda mi arquitectura hasta el cimiento.
Y ni en queja prorrumpo, ni en lamento,
que mis tribulaciones, aunque extrañas,
podrán desintegrarse si enmarañas
el flujo de mi aliento con tu aliento.
Un tiempo fui tenaz enredadera
acoplada a tu tronco. Si pudiera
tender de nuevo sobre ti mis brazos…
O si al menos lograra erradicarte
de mis propios recuerdos…, que esperarte
no es más que un modo de morir a plazos.
Los Angeles, 23 de julio de 2005
Hermano
A Jaime
Alvarez Hidalgo,
en lugar y fecha inciertos: 1937

Murió tal vez al apagarse el día,
en un rincón oscuro,
doble noche abrazando su agonía,
y el corazón sin estrenar, tan puro.
No sé dónde murió, ni cómo o cuándo,
ni tampoco por qué. Muchos murieron
defendiendo una idea en cada bando,
bando que les fue impuesto o escogieron.
Morir por una causa, una doctrina,
justa o falaz, puede tener sentido;
hay una meta que alcanzar, genuina,
aunque todo el que muere es un vencido.
Pero siempre, en el último momento,
quien se desangra adquiere el sentimiento
de que su muerte no habrá sido en vano;
y aquél que muere solo, sin razones,
es como si una banda de ladrones
le sustrajera el alma. Ay, hermano…
Tantas veces te he visto, tantas veces,
nunca te conocí, pero apareces,
sombra insistente que a partir se niega;
he recreado tantos escenarios
de tus últimos días que me llega,
como si fuera mía, tu congoja.
Cuando el otoño opaco se deshoja,
cuando el invierno se arreboza en nieve,
la primavera a florecer se atreve,
o se abrasan las rocas en verano,
tú llegas a mi lado, pobre hermano,
con el brazo tendido,
y no sé si requieres asistencia,
no sé si tu rumor es un gemido,
o si en esta presencia
me envuelve el regocijo del abrazo
que nunca recibí, que me usurparon
aún no sé si el cuchillo o el balazo.
Muerto sobre la tierra. Galoparon
tus recuerdos al ver la última hora
serpear hacia ti; llegó la aurora,
pero ya no hubo luz, no hubo rumores,
era la noche larga,
la noche que destierra los temores,
la noche ya ni lúgubre ni amarga,
la noche de la paz interminable.
Ay, hermano entrañable,
ay, hermano, perdido
antes de conocerte;
ni disculpo a la vida, que te ha huído,
ni le indulto a la muerte,
que descendió tus párpados distantes
antes de ver mi rostro en tus retinas;
ni perdono las manos asesinas
amarradas a mentes ignorantes.
Tal vez el sol tus restos entibiara,
tal vez la madre, compasiva tierra,
te cubriera la cara,
y al abrazo de Dios tu alma se aferra.
Los Angeles, 3 de octubre de 2004
Llovizna

Amparada en la
pálida neblina,
como al acecho de mi piel, te veo
improvisando tenue ronroneo
que no se escucha, pero se adivina.
Resbalas sobre mí, llovizna fina,
con tacto de caricia, de aleteo;
qué suave incitación, qué galanteo
sutil de cortesana o concubina.
Cerrado mi paraguas, y yo abierto
a tus dedos minúsculos, advierto
cómo cada uno en levedad me toca.
No sé si me apaciguas o estremeces,
pero al cubrirme de humedad, pareces
un beso ligerísimo en la boca.
Los Angeles, 23 de julio de 2005
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Espanha/EUA

Música: Bolero de Ravel

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